lunes, 12 de octubre de 2015

Mi viaje a través de la Menesunda

Mi objetivo para este blog es poner en palabras las sensaciones que voy atravesando al encontrarme con distintas expresiones culturales en mi día a día. Por lo que esta entrada no intenta oficiar de artículo periodístico, nota de opinión o reseña, sino que es tan sólo un relato de lo que viví en una ciudad, en un momento determinado.
El viaje comenzó el domingo por la mañana, salí de La Plata, donde vivo, hacia Capital para encontrarme con amigos que no veía hace tiempo y estaban de viaje por la ciudad. La alegría de verlos fue infinita, luego de abrazos y palabras del más sincero afecto, caminamos desde Diagonal Norte hacia San Telmo mientras las gotas de una fina lluvia mojaban los vidrios de mis anteojos. Durante el almuerzo conversamos de nuestras rutinas,viajes y proyectos.
Aunque ya había estado en esos lugares, todo me parecía nuevo, y vino a mi mente un pensamiento recurrente que tengo cada vez que viajo a Buenos Aires:  qué siente quién llega desde otras tierras y pisa por primera vez suelo porteño. Es una de esas cosas que nunca podré experimentar  y que por eso mismo me resulta inquietante.
Entre puestos de artesanías y antigüedades, caminamos calles de adoquines mientras se escuchaban acordes de tango y algunas voces extranjeras. Miles de Mafaldas nos decían I Love Buenos Aires, y en cada casa colonial la gente visitaba los mercados.  
Llegamos a la Avenida San Juan. Allí el Museo de Arte Moderno, un inmenso edificio que había sido sede de la fábrica de cigarrillos Piccardo, se hizo presente ante nuestros ojos. Habíamos decidido visitarlo ya que dentro se encontraba la Menesunda. ¿Qué sabía hasta entonces de ella? Era la obra más famosa de Marta Minujín, realizada junto con Rubén Santantonin en 1965, había sido montada en el Instituto Di Tella y consistía en una serie de habitaciones laberínticas donde sucedían cosas, cosas diferentes, que no sucedían en las calles ni en las casas, cosas que nos extrañaban y nos invitaban a un mundo de ensueños. A quienes estudiamos arte, se nos enseñó como un ícono del arte performático, que significó un quiebre con la tradición y la materialidad de la obra, en la búsqueda de transgredir las normas sociales de la época. La oportunidad de verla, en su reedición por el 50 aniversario, era de esas cosas que más vale aprovechar, por lo menos para vivir en carne propia la experiencia.

Hicimos la cola y conseguimos entradas para la visita de las 18hs., por lo que nos quedó algún tiempo para recorrer las otras salas del museo y caminar el barrio. Entre las casas, junto a la Iglesia Nuestra Señora de Belén Parroquia de San Pedro Telmo, encontramos el Museo de Música Popular Latinoamericana Mercedes Sosa. No dudamos en conocerlo. La entrada se abría a una galería con arcadas de ladrillo que daba a un gran patio desde el cual se podía ver la torre y la cúpula de la iglesia. Mientras sacabamos fotos de la arquitectura, comenzamos a escuchar una música inconfundible, sonidos del caribe nos invitaban a adentrarnos en el edificio.
La Colmenita, una compañía artística infantil de Cuba en Argentina, celebraba el aniversario de la independencia cubana. Una decena de niños vestidos con ropas típicas habían compartido junto con los músicos y el público una tarde en honor a su patria lejana. Nosotros, que habíamos llegado sin invitación, por esas casualidades no tan casuales, de pronto nos encontrábamos escuchando a una mujer que con palabras de amor a sus dos tierras, nos avivó el deseo de una latinoamérica grande.
Pronto se hizo la hora de volver al museo, para vivir la experiencia que medio siglo antes habían transitado hombres de traje y mujeres con spray en el pelo. Mientras esperábamos para entrar nos preguntábamos si tanto tiempo después, La Menesunda seguiría provocando el efecto sorpresa en el espectador.

Internarse en ella fue una vivencia solitaria, ya que se podía acceder de a una persona a la vez. Pasé, antes que mis amigos, a través de un acrílico que tenía una silueta calada, seguí las instrucciones y subí una pequeña escalera, al pisar el último escalón y subir la mirada me encontré con mi reflejo en blanco y negro en un televisor de la época, a su lado le seguían otros tantos con distintas imágenes. Seguí el camino indicado y una pareja recostada plácidamente en la cama me incomodó ante la cercanía de una intimidad de la que yo me sentía ajena. Mi paso por esa habitación fue fugaz, en un instante me encontraba envuelta en luces de neón de todas formas y colores. Fascinante estímulo visual, permanecí un tiempo allí, tomé algunas fotografías.

Continué bajando una escalera, ví dos mujeres vestidas con uniforme en un espacio que parecía hecho de chicle sabor tutti-frutti en cuyas paredes había pegados lápices de labios, cremas y maquillajes, entre otros productos de uso femenino. Las  saludé, y me invitaron a subir un banco y mirar a través de un hueco en la pared. Hice caso a las indicaciones y descubrí una cabeza de mujer del tamaño de una persona de pie, que parecía hecha de papel.


Algo desconcertada, entré en una estructura cilíndrica enrejada revestida de un incontable número de retazos de tela rojas, amarillas y azules. Miré todo mi alrededor, me gustaba el efecto de tensión generado por el entramado de las telas, pero de un momento a otro comencé a inquietarme ya que no encontraba la salida. Toqué la jaula buscando cómo escapar de ella y descubrí que era móvil y tenía una abertura que me llevó a un pasillo de algodón y piso blando, sentía estar dentro de una nube.


Una puerta me indicó que debía entrar a la próxima habitación. Todo estaba oscuro. Frente a mí botones con números que simulaban el disco de los antiguos teléfonos y en el centro un cartel que indicaba “Oprima el número de salida” mientras la voz de una operadora indicaba una hora precisa. No entendía cómo salir de este acertijo, presionaba los números que me dictaba la operadora pero nada parecía suceder. Me preguntaba qué era lo que estaba haciendo mal que no me permitía acceder a la siguiente prueba. Ya había intentado con cada número y sus combinaciones posibles, sin más que hacer, decidí probar y empujar la puerta que se abrió instantáneamente. A veces la lógica y la razón nos juegan una mala pasada.
Ya casi terminando el recorrido, encontré mi lugar favorito de todo el circuito. La puerta de una heladera Siam de un metro de largo abría paso a la experiencia sensorial más original de toda la obra. El blanco era intenso, el frío se podía sentir entrando a los pulmones. Una atmósfera de hermetismo y soledad hacían que el cuerpo se sintiera extrañado.

Para finalizar la travesía, en el último cuarto me reuní con otras personas que jugaban con papel picado derramado por el suelo, rodeados de paredes de espejos, en el centro había una cabina transparente. Al entrar en ella, las luces se apagaban y varios ventiladores comenzaban a funcionar moviendo los papeles por el aire. Fue un momento lúdico, donde los visitantes se reencontraban para tomar fotos y comentar su experiencia.  

Una vez fuera, me sentí feliz. Había sido un viaje fugaz por espacios imposibles, realidades múltiples, pasadizos al encuentro de lo inesperado. Los sentidos habían estado en estímulo permanente y todo me había parecido un gran juego. Seguramente el impacto provocado en 1965 no era el mismo que en este milenio, pero sin duda, cuando de adentrarse en nuevos mundos se trata, la inquietud del hombre por descubrirlos sigue intacta y la capacidad de asombro está siempre a la espera.
Me despedí de mis compañeros para tomar el colectivo de regreso, pensando en lo vivido esa tarde, cada calle, cada lugar, cada persona, tenían tanto para contarme. La cultura había estado viva a cada minuto, en cada esquina. Vino a mí la imagen de  Buenos Aires como una gran Menesunda, asombrosa, imponente e imprevista, esperando ser redescubierta por sus transeúntes a cada instante.  

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